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La mentira como excusa para la guerra



Corría el año 1863, y los patrocinadores del Museo Americano de P. T. Barnum ofrecían por 25 centavos el espectáculo de once jefes indios auténticos. Indios que venían a Nueva York a visitar al Gran Padre, a Abraham Lincoln.
Barnum iba con los indios por las calles de Manhattan en un gran carruaje precedido por una banda de música y los llevaba a plazas, colegios y teatro. Los jefes no hacían ni decían nada, el espectáculo eran sus rostros pintados, sus largas trenzas, sus camisas de ante y sus pantalones adornados con cuero cabelludo.
Oso Flaco era miembro del Consejo de los Cuarenta y Cuatro, el órgano rector del pueblo cheyene. Era uno de los pacificadores, obligados por la tradición tribal a impedir en todo momento que la pasión se impusiera a la razón, y a actuar siempre en aras del máximo provecho de la tribu, lo que, en 1863, para los jefes cheyenes más ancianos, se traducía en mantener unas relaciones amistosas con la creciente población blanca del Territorio de Colorado, que invadía sus ya mermadas tierras de caza.
La mañana del 26 de marzo de 1863 los indios y su intérprete entraron en fila en la Casa Blanca . Tras quince minutos de espera, el presidente Lincoln entró en la habitación a grandes zancadas y preguntó a los jefes si tenían algo que decir.
Oso Flaco se levantó, balbuceó que tenía mucho que decir, pero que estaba tan nervioso que necesitaba una silla.
Trajeron dos asientos y Lincoln se sentó frente al jefe.
Oso Flaco, sujetando su larga pipa, comenzó a hablar, titubeante en un principio, pero después, con creciente elocuencia. Dijo a Lincoln que su invitación había recorrido un largo camino hasta llegar a ellos, y que los jefes habían realizado un largo viaje para oír su consejo. A pesar de que no tenía bolsillos en los que guardar las palabras del Gran Padre, las atesoraría en su corazón y se las transmitiría fielmente a su pueblo.
El jefe indio se dirigió a Lincoln como un igual.
El presidente vivía con magnificencia en una tienda mucho más grande que la suya, sin embargo, Oso Flaco, al igual que el presidente, era en su tierra un gran jefe.

El Gran Padre debía aconsejar a sus muchachos blancos que se abstuvieran de realizar actos violentos, para que tanto indios como blancos pudieran viajar por las llanuras con seguridad. Oso Flaco, además, condenó la guerra del hombre blanco que, en ese momento, estaba arrasando el Este y rezó por que llegara a su fin.


Al concluir recordó a Lincoln que, puesto que todos ellos eran jefes de sus respectivos pueblos, él y el resto de representantes indios debían regresar a casa; por tanto, pidió al presidente que acelerara su partida.
Cuando hubo terminado, un sonriente Lincoln tomó la palabra con jovial pero marcada condescendencia, hablando a los jefes de maravillas de las gentes de rostro pálido. Sacó un globo terráqueo y les dijo que la Tierra era una pelota redonda y grande rebosante de blancos. Un profesor les mostró el océano y los continentes, las numerosas naciones habitadas por blancos.
La sonrisa jovial se convirtió en un tono grave e inflexible tras la lección de geografía. Les dijo que no era posible que la raza de los indios nunca podría ser tan próspera como la blanca, y si querían hacerlo tendrían que imitar sus formas de vida o desaparecer.
El objetivo de su Gobierno, faltaría más, era vivir en paz con los pieles rojas; pero claro si los muchachos blancos a veces se comportaban mal y violaban los tratados, era contra la volutand de su Presidente, pero un padre no siempre consigue que sus hijos le obedezcan.
Entregaron a los jefes medallas de la paz de cobre bañadas en bronce y documentos firmados por Lincoln que certificaban su amistad con el Gobierno, tras lo cual Oso Flaco dio las gracias al presidente y concluyó el consejo.

No obstante, la estancia de los jefes en Washington no terminó con el encuentro en la Casa Blanca. Como si su viaje al Este no hubiera sido suficiente para demostrar el poder del pueblo blanco, durante diez días el comisionado de Asuntos Indios no dejó de pasear a la delegación por los edificios gubernamentales y los fuertes militares Para cuando los indios subieron al tren a Denver el 30 de abril de 1863, habían estado casi un mes en las ciudades blancas.
El compromiso de paz del presidente Lincoln cayó en saco roto en el Territorio de Colorado, donde la idea de amistad interracial del gobernador John Evans consistía en confinar a los cheyenes en una reserva pequeña y árida.

A pesar de que tres años antes habían firmado un tratado en el que aceptaban vivir en una reserva, Oso Flaco y los otros jefes pacificadores no podían obligar a su pueblo a renunciar a su libertad. Los grupos de cazadores cheyenes deambulaban por el este de Colorado y las despobladas llanuras del oeste de Kansas tal como habían hecho siempre. No causaban daño a ningún blanco; de hecho, los cheyenes se consideraban en paz con sus vecinos blancos, pero, a pesar de ello, a los habitantes de Colorado su presencia les resultaba intolerable.

El gobernador Evans y el comandante del distrito militar, el coronel John Chivington, el cual tenía sus propias ambiciones políticas en Colorado, utilizaron, como excusa para declarar la guerra a la tribu, unos dudosos informes que denunciaban el robo de ganado por cheyenes hambrientos. A principios de abril de 1864, Chivington ordenó a la caballería que se dispersara por el oeste de Kansas y matara a los cheyenes donde y cuando los encontrara.
Anunciados del peligro Oso Flaco y los dos jefes indios hicieron regresar a sus grupos de cazadores y pusieron a su pueblo en marcha hacia el Norte, para estar más protegidos junto a los grupos cheyenes reunidos en el río Smoky Hill. Sin embargo, el ejército los encontró antes.

La noche del 15 de mayo de 1864, Oso Flaco y Caldera Negra acamparon a la vera de un arroyo embarrado flanqueado por álamos, cinco kilómetros al norte del Smoky Hill. Al amanecer, los cazadores se dispersaron por la llanura abierta en busca de búfalos. Al poco tiempo, regresaron azuzando a sus caballos en dirección a la tienda del voceador del campamento. Habían divisado en el horizonte cuatro columnas de soldados a caballo, y las tropas tenían cañones. Mientras el voceador despertaba al poblado, Oso Flaco se adelantó con una pequeña escolta para encontrarse con los soldados. Llevaba bien visible sobre el pecho la medalla del presidente Lincoln y, en la mano, los documentos de paz de Washington. 

Desde lo alto de un pequeño promontorio, Oso Flaco vio a los soldados de caballería al tiempo que ellos le vieron a él. El comandante ordenó a sus ochenta y cuatro hombres que se dispusieran en línea de combate con sus dos obuses de montaña.
Oso Flaco se adelantó a caballo y un sargento se acercó a medio galope hacia él. Al jefe no le debió parecer que hubiera peligro alguno. Al fin y al cabo, él y el Gran Padre habían acordado una paz mutua. Los oficiales del ejército y de los fuertes de alrededor de Washington habían sido amables y respetuosos. La gente de Nueva York le había rendido honores. Tenía su medalla y los papeles de la paz para demostrar que era amigo del hombre blanco.
Oso Flaco se encontraba a tan solo nueve metros de los soldados, cuando estos abrieron fuego. El jefe murió antes de caer al suelo. Al disiparse el humo, varios soldados rompieron filas y descargaron más balas sobre su cadáver.
Tal como le había advertido Lincoln, a veces sus muchachos se portaban mal

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