Aunque desde mediados de la década de 1970 ya se habían producido contactos políticos informales entre algunas personas de esta organización palestina y miembros del grupo judío israelí antisionista Matzpen, además de con algún miembro de la izquierda sionista, cabe recordar que el Estado de Israel todavía no reconocía a la OLP.
Arafat ya había dado un paso adelante en el intento de abrir negociaciones al reconocer el derecho del Estado de Israel “de vivir en paz y seguridad” ante la Asamblea General de la ONU en diciembre de 1988. Arafat y Fatah, núcleo de la OLP, estaban dispuestos a ofrecer al Estado de Israel paz por territorios, una fórmula que se popularizaría a partir de la década de 1990 en medios de comunicación y conversaciones diplomáticas.
Con matices y diversas interpretaciones, esto significaba reconocer de manera explícita al Estado de Israel y renunciar a algún tipo de lucha a cambio de la retirada israelí de los territorios ocupados en 1967.
De hecho, paz por territorios es lo que ya habían intercambiado Egipto e Israel en los Acuerdos de Camp David de 1978 y en el sucesivo Tratado de Paz Israelo-Egipcio de 1979
Para Edward Said, estos hechos culminaron la deriva hacia la moderación o el pragmatismo del sector del movimiento anticolonial y nacional palestino liderado por Arafat.
Especialmente desde 1974, este transitó desde la periferia del consenso internacional sobre la coexistencia con el Estado de Israel y la autodeterminación hasta situarse en el centro. Mientras tanto, la inmensa mayoría de las autoridades de Israel y de EE UU continuaban situándose fuera de este consenso rechazando la Resolución 242 o intentando reinterpretándola a su favor. Lógicamente, en los gobiernos del Likud de este periodo (el de Menahem Beguín, de 1977 a 1983, y los de Isaac Shamir, de 1983 a 1984 y de 1986 a 1992) esta dinámica era todavía más clara.
La Primera Intifada, la Declaración de Argel de 1988, el fin de la Guerra Fría, el principio del fin del apartheid en Sudáfrica, la victoria de la coalición contra Irak en la guerra del Golfo y el New World Order subsiguiente anunciado por el presidente estadounidense George H. W. Bush, facilitaron la convocatoria de la Conferencia de Madrid en octubre de 1991.
La reunión fue patrocinada por la URSS, superpotencia que había respaldado a la OLP, pero que se hallaba en proceso de desintegración, y especialmente por EE UU. Tuvo una duración de tres días y su objetivo fue doble: hacer revivir las negociaciones árabes-israelíes y que por primera vez se diesen conversaciones bilaterales israelo-palestinas bajo los auspicios de potencias internacionales.
Aunque las negociaciones (que también tuvieron lugar los meses posteriores a la conferencia) no condujeron a acuerdos relevantes por la negativa del gobierno de Isaac Shamir y por la falta de participación de la ONU como principal institución internacional, abrieron el camino a los posteriores Acuerdos de Oslo.
Igualmente, debe destacarse que ya en Madrid empezó a vislumbrarse que aquello que se denominaría el “proceso de paz palestino-israelí” no iba a regirse tanto por las resoluciones de la ONU como por el desequilibrio de fuerzas y la política de hechos consumados favorables al Estado de Israel
En junio de 1992, el laborista Isaac Rabín derrotó en las elecciones israelíes a Isaac Shamir. Rabín se convirtió en primer ministro por segunda vez y al mismo tiempo ocupó el cargo de ministro de Defensa.
En la campaña electoral fue patente que varios sectores de la sociedad israelí, entre los que se encontraban numerosos laboristas, veían con buenos ojos el inicio de negociaciones israelo-palestinas sobre los territorios ocupados en 1967
La Primera Intifada había sido fundamental aquí; entre otros elementos, había impactado negativamente en la imagen internacional israelí y había demostrado que el pueblo palestino podía mantener una insurrección masiva durante años que obligaba en el Estado de Israel a destinar cuantiosos recursos para combatirla.
Desde algunas perspectivas socialsionistas, se consideraba que, con el apoyo de EE UU y desde la inmensa superioridad económica y militar de la potencia ocupante, las negociaciones con la delegación política del pueblo ocupado podrían ser positivas para gran parte de la sociedad judía israelí. Incluso, en el marco de la solución de los dos estados, podía parecer posible desmantelar las colonias de los territorios ocupados y crear un Estado palestino en las fronteras de 1967.
El acercamiento de posturas y el optimismo empezaron a diseminarse por distintos ámbitos israelíes y palestinos.
Transcurridos los 30 años que había establecido la Ley de Archivos de 1955, se desclasificaron múltiples fondos documentales de archivos del Estado de Israel. La información que contenían algunos de estos fondos que pudieron consultarse contradecía en numerosos casos la versión oficial sionista y validaba el relato palestino más extendido sobre la Nakba y otros episodios históricos, pero especialmente sobre esta.
Todo ello comportó que una nueva generación de historiadores judíos israelíes (Benny Morris, Ilan Pappé o Avi Shlaim), denominados “nuevos historiadores” o “historiadores revisionistas” israelíes, ofrecieron otras perspectivas sobre 1948, más próximas a las experiencias palestinas.
Desde finales de la década de 1980 y principios de la de 1990, muchas de sus obras y de sus relatos se difundieron por la sociedad israelí. Aun así, como en otros contextos del Sur Global, elementos relativos a la colonialidad del saber han tenido una importancia fundamental aquí. Múltiples historiadores y periodistas palestinos y árabes llevaban décadas ofreciendo estudios y testimonios escritos, gráficos y orales sobre el ocurrido en su historia reciente. Sin embargo, solo la ratificación de gran parte o de prácticamente todos los relatos palestinos sobre la Nakba por investigaciones provenientes de la comunidad colonizadora, en este caso judía israelí, consiguió validar en algunas esferas del Estado de Israel y en numerosos ámbitos académicos internacionales las narraciones y las versiones palestinas de la Nakba.
Así, en 1993 se iniciaron conversaciones secretas entre el nuevo gobierno israelí y la OLP con la presencia de facilitadores noruegos. Pero el proceso de negociación, que tuvo lugar en Oslo, fue difícil e intermitente: las conversaciones se abrían, se suspendían, intervenía mediación, se restablecían, se volvían a suspender…
Mientras tanto, los Acuerdos de Camp David entre Egipto y el Estado de Israel se intentaron utilizar como modelo.Por fin, las negociaciones finalizaron en agosto de 1993 y el 9 de septiembre de aquel año se dio un histórico primer paso: el reconocimiento recíproco. Casi medio siglo después de la Nakba y la creación del Estado de Israel, por primera vez la Organización para la Liberación de Palestina reconoció explícitamente el Estado de Israel y este hizo lo mismo con la OLP como representante del pueblo palestino. Sin embargo, cabe resaltar que el derecho de autodeterminación de este no fue reconocido por Israel.
Según varias encuestas, en aquellos momentos aproximadamente dos tercios de la población israelí apoyaban estas negociaciones y acercamientos. Unos días más tarde del reconocimiento mutuo, el 13 de septiembre de 1993, tuvo lugar una pomposa ceremonia en la Casa Blanca patrocinada por Bill Clinton, presidente de EE UU entre 1993 y 2001.
Yasir Arafat e Isaac Rabín, entre otros signatarios, firmaron la Declaración de Principios sobre las Disposiciones relacionadas con un gobierno autónomo provisional, conocida como Acuerdo de Oslo I o, simplemente, Oslo I.
Dos años después, el 28 de septiembre de 1995, se firmó el Acuerdo de Oslo II en Taba, Egipto. Entre medias, numerosas conversaciones, negociaciones, frustraciones y cesiones, que se plasmaron en tres acuerdos específicos más: el de Gaza-Jericó y el Preparatorio de Transferencia de Poderes y Responsabilidades entre Israel y la OLP (ambos de 1994) y el Protocolo sobre la Transferencia de Poderes y Responsabilidades (1995)
La esperanza empezó a asentarse entre diversos sectores israelíes, palestinos e internacionales. Varios grupos armados de la OLP depusieron las armas e incluso algunos de sus miembros fueron entrevistados por televisiones israelíes.
Se hablaba de las similitudes entre la sociedad israelí y la palestina y parecía que iba llegar, por fin, una nueva etapa de convivencia y de paz. Aun así, como los mismos títulos de los documentos acordados demostraban, Oslo I y II eran solo “declaraciones de principios sobre disposiciones” o “preparatorios”.
En otras palabras, se convenían algunos elementos previos y se dejaban para el futuro las negociaciones importantes y definitivas. A pesar de que teóricamente se tenía que llegar a una solución definitiva en un periodo de cinco años, en varios sectores israelíes tenían claro que esto no era deseable porque significaba ceder demasiado. Todo esto se traducía en que las problemáticas más relevantes como el estatus de Al-Quds (Jerusalén), las colonias, las fronteras y las personas palestinas refugiada se dejaron de lado.
Los Acuerdos de Oslo no mencionaron una retirada israelí de todos los territorios ocupados, sino solo de algunos sectores muy reducidos como zonas de la Franja de Gaza y Jericó dentro de un llamado “redespliegue” general sin un significado claro.
Igualmente, todo esto se acompañaba de un programa de (neo)liberalización de la economía palestina, mostrado en el Protocolo de París incluido en Oslo II, y de un intento de oenegización de la sociedad, es decir, de sustituir la red organizativa y asociativa autónoma palestina por una cada vez mayor dependencia de las ONG y otras entidades de cooperación del Norte Global
Dos dinámicas con consecuencias muy importantes y profundas en la sociedad palestina desde la década de 1990 hasta la actualidad.
Igualmente, también se creaba un nuevo organismo “interino de cinco años” que teóricamente tenía que ser el germen de un futuro Estado palestino: la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
Sin embargo, esta nueva institución no tenía jurisdicción sobre el estatus de “Jerusalén, las colonias, las instalaciones militares, las personas refugiadas palestinas, las fronteras, las relaciones exteriores ni las personas israelíes”.
En el fondo, la ANP se creó prácticamente sin atribuciones ni competencias, más allá de poder tener miles de funcionarias y funcionarios (incluyendo fuerzas de seguridad) financiados en gran medida por la Unión Europea, edificios e instituciones propias con la bandera palestina y algunos recursos económicos en servicios sociales.
Además, en Oslo II, Cisjordania quedó dividida en tres áreas: la zona A estaría administrada por la ANP, la B tendría administración civil de la ANP y militar israelí y la C sería una zona exclusivamente israelí.
Inicialmente, el área A suponía el 3 por ciento de Cisjordania —más tarde, aproximadamente el 18 por ciento—, la B entre un 22-25 por ciento y la C el territorio restante, según el momento, entre el 57-75 por ciento de Cisjordania.
Por lo tanto, al contrario de lo que establecía el derecho internacional, con Oslo II y las zonas A, B y C, el Estado de Israel conseguía controlar la mayor parte de Cisjordania, que al mismo tiempo suponía en torno a un 20 por ciento de la Palestina del Mandato británico. Esto implicaba que los signatarios palestinos habían aceptado que el Estado de Israel controlase en torno al 90 por ciento de la Palestina histórica no solo de facto —como ya ocurría como consecuencia de la conquista militar de 1967—, sino esta vez con sus firmas.
Más tarde, la estructura política de la ANP quedó articulada, en primer lugar, a través de un Consejo Legislativo Palestino (CLP). Se trataba de un “poder legislativo” unicameral, que contaba con 88 integrantes —a partir de 2005 su número se incrementó a 132— elegidas y elegidos en 16 distritos de Cisjordania y la Franja de Gaza.
El 20 de enero de 1996 tuvieron lugar las primeras elecciones al CLP y a la Presidencia de la ANP. La participación superó el 71 por ciento y no hubo incidentes relevantes.
Los comicios, a los que no se presentó Hamás, fueron supervisados por casi 700 observadores internacionales. Sus resultados arrojaron una gran victoria para Fatah, que junto a sus candidatos ligados al partido obtuvo más del 70 por ciento de los 88 escaños del CLP, 5 de los cuales fueron ocupados por mujeres.
Por su parte, Arafat consiguió la presidencia con más de un 88 por ciento de los votos. El histórico dirigente de Fatah superó a su única rival, Samiha Khalil, del FDLP, que consiguió más del 11 por ciento de las papeletas. El CLP funcionó de manera relativamente efectiva dentro de sus restringidas competencias entre 1996 y 2006/2007, cuando el grave enfrentamiento político y violento entre Fatah y Hamás después de la victoria de este último en las elecciones de 2006 lo paralizó.
Además del presidente —cargo que ocupó Arafat entre 1996 y 2004, y Mahmoud Abbás, también de Fatah, a partir del año 2005— a partir de 2003 se creó la figura de primer ministro de la ANP (entiéndase que al decir primer ministro o presidente nos referimos también a mujeres que no estan excluidas de cargos políticos en el mundo árabe)
Con los Acuerdos de Oslo, el Estado de Israel mantenía totalmente la “jurisdicción penal” sobre “delitos cometidos” en cualquier punto de Cisjordania “por personas israelíes o contra” ellas, mientras que la ANP no podía “reformar ni revocar las órdenes militares ni las leyes existentes”.
Por tanto, en la práctica y en nombre de la seguridad, el Estado de Israel se guardaba la competencia de poder perseguir y reprimir a cualquier persona palestina.
Asimismo, si se creaba una nueva fuerza policial palestina, esta solo tendría la competencia de proteger a las “personas israelíes que viven en Cisjordania”, es decir, proteger a las y los colonos israelíes (no reprimirlos), mientras que sí debía reprimir a su pueblo (al cual, a su vez, no tenía mecanismos ni recursos para proteger).
Se trata de un papel similar al desarrollado anteriormente por los cipayos de la India o los harkis de la Argelia colonizada por Francia: fuerzas nativas creadas, colaboradoras o dirigidas por el poder colonial para subcontratar una parte de la represión e incidir en la división de la sociedad autóctona.
Dicho de otro modo, a la ANP se le exigió que proporcionase seguridad al Estado de Israel y a su población colona mientras ni siquiera podía proporcionar seguridad a su propio pueblo ante el ocupante.
Ahora puede decirse que los Acuerdos de Oslo fueron una trampa muy bien trabada por el Estado de Israel.
Aunque Arafat era la figura política palestina más importante posterior a la Nakba, en aquellos momentos se encontraba en una situación muy débil: tenía casi 65 años, estaba exiliado en Túnez, el respaldo soviético había desaparecido, sobre su círculo pesaban acusaciones de corrupción, había perdido algunos apoyos árabes debido a la guerra del Golfo y se encontraba desbordado por el crecimiento de Hamás y por generaciones más jóvenes que habían protagonizado la Primera Intifada.
Después de tanto sufrimiento y de tantas derrotas, pretendía conseguir un acuerdo histórico que otorgara alguna victoria al pueblo palestino, pero que también reafirmara su autoridad.
Por eso hizo un llamamiento a parar definitivamente una Primera Intifada que todavía vivía sus últimos impulsos entre 1991 y 1993.
El Estado de Israel conocía todas estas circunstancias y supo explotarlas a su favor. Además, la delegación negociadora israelí consiguió evitar la negociación definitiva e integral de todos los temas y centrarlo todo en elementos previos, temporales o susceptibles de negociación en un futuro. Tras la firma de la Declaración de Principios, Arafat se dirigió a una multitud en Gaza con estas palabras: “Sé que muchos pensáis que Oslo es un mal acuerdo. Es un mal acuerdo. Pero es el mejor acuerdo que podemos lograr en la peor situación”
Con Oslo I y II, la dominación israelí no se alteró.
De hecho, en algunos factores claves, como la construcción de colonias en tierra palestina, aumentó. Además, hasta los Acuerdos de Oslo, el consenso internacional no apoyaba otra solución que no fuera la retirada completa israelí de los territorios ocupados en 1967 y el derecho palestino a crear un Estado propio en Al-Quds-Jerusalén Este, Cisjordania y la Franja de Gaza.
La OLP lo aceptaba explícitamente desde 1988. El Estado de Israel y EE UU lo rechazaban.
Aun así, el artículo XXXI/6 de Oslo II estableció que “no se entenderá que ninguna de las partes, por el hecho de haber celebrado el Acuerdo, ha renunciado a ninguno de sus derechos, reclamaciones o posiciones actuales ni abdicado de ellos”.
Por lo tanto, se legitimaba la pretensión israelí de tener “derechos” sobre Al-Quds-Jerusalén Este, Cisjordania y la Franja de Gaza, algo negado hasta este momento por la comunidad internacional.
La perspectiva palestina, validada por el derecho y el consenso internacional y no sujeta a discusión ni a disputa alguna, se equiparaba a la perspectiva israelí que quebrantaba el mismo derecho internacional y se situaba fuera del consenso.
En consecuencia, en el ámbito internacional, los “territorios ocupados” ilegalmente y sobre los que solo cabía la retirada israelí, según la Resolución 242 y otras posteriores, podían pasar a ser ahora “territorios en disputa”.
Aunque no fuera, ni mucho menos, su objetivo, la OLP había aceptado firmar la prolongación sine die de la colonización y la ocupación.
Mientras han pasado los años, se han construido más colonias, se ha dividido más el territorio palestino y ha aumentado la sofisticación del apartheid, el argumento básico israelí ha sido que la situación post-Oslo es puramente provisional y temporal y/o que la sociedad palestina no tiene interlocutores de negociación válidos.
Según Said, estos acuerdos fueron “un instrumento para la rendición palestina, un Versalles palestino”.
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