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Raza: historia de una ideología para justificar la esclavitud.

La raza no es un elemento de la ideología humana (como respirar oxígeno o reproducirse sexualmente); ni siquiera es una idea (como la velocidad de la luz o el valor de π) que puede imaginarse porque es verosímil y vive después una vida eterna en sí misma.

 
La raza no es una idea sino una ideología. 

Nació en un momento histórico discernible, por razones históricas que pueden comprenderse racionalmente y que por eso mismo pueden cambiar.

 Los bicentenarios revolucionarios que los estadounidenses festejaron con tanta devoción –de la Independencia en 1976 y de la Constitución en 1989– pueden funcionar perfectamente como el bicentenario de la ideología racial, ya que sus cumpleaños no están tan alejados entre sí. 

Durante la era revolucionaria, tanto los que estaban a favor de la esclavitud como los que estaban en contra colaboraban al identificar la incapacidad racial del afro estadounidense como la explicación de la esclavitud.

 La ideología racial estadounidense es una invención original de los Padres Fundadores tanto como los Estados Unidos

Era seguro que aquellos que consideraran la libertad como algo inalienable, y a los afro estadounidenses como esclavos, iban a terminar considerando que la raza es una verdad obvia

Por consiguiente, debemos empezar por recuperar para la raza –es decir, la versión estadounidense de raza– su historia correcta.

 Un lugar más que conveniente para iniciar un breve resumen de esa historia, como la historia de la sociedad de plantaciones de la Norteamérica británica, es la Virginia del siglo XVII. 

Virginia se fue a pique en sus primeros años, y sólo sobrevivió gracias a la buena voluntad de los nativos; y cuando agotaron esa buena voluntad, del tributo extorsivo que los colonos les aplicaron.

 Pero en la segunda década del siglo XVII, Virginia descubrió su vocación: el cultivo del tabaco

El primer auge de lo que serían más adelante los Estados Unidos tuvo lugar en la década de 1620, y dependió del trabajo de los sirvientes contratados, no de los esclavos africanos

No fue sino hasta más avanzado el siglo, después de que el primer auge se hubiera agotado, que los terratenientes empezaron a comprar esclavos en grandes cantidades, primero de las Indias Occidentales y, después de 1680, de la propia África.

Durante los primeros años del boom productivo, fue el inglés “nacido libre” el que se convirtió, como asevera un historiador, en la “máquina de fabricar tabaco para un tercero”.

 Los sirvientes contratados de Virginia cumplían períodos de trabajo más largos que sus contrapartes en Inglaterra, y disfrutaban de menor dignidad y protección en términos legales y de costumbre. Se los podía comprar y vender como ganado, o raptarlos, robarlos, ponerlos como apuesta en un juego de cartas o darlos como indemnización a ganadores de un juicio –incluso antes de su arribo a los Estados Unidos–. Los magnates codiciosos  privaban a los sirvientes de comida y los engañaban para quitarles las cuotas que pagaban por su libertad, e incluso para quitarles su libertad una vez que cumplían el plazo estipulado de trabajo. A los sirvientes se los golpeaba, se los mutilaba y asesinaba con impunidad. Por expresar opiniones negativas sobre el gobernador y el consejo del gobernador, a un hombre le quebraron ambos brazos y le atravesaron la lengua con un punzón, mientras que a otro le arrancaron una oreja y tuvo que someterse a un segundo plazo de siete años como sirviente (de un miembro del consejo que había juzgado su caso).

Cualesquiera fuesen las verdades que podían parecer obvias en aquellos tiempos, ni el derecho inalienable a la vida y la libertad, ni la fundación del gobierno sobre el consentimiento de los gobernados, se contaban entre ellas. 

Virginia era una empresa con fines de lucro y nadie sacaba rédito cultivando tabaco con métodos democráticos. 

Sólo quienes podían forzar a grandes cantidades de personas a cultivar tabaco para ellos conseguían hacerse ricos en este período de auge

Ni la piel blanca ni la nacionalidad inglesa protegieron a los sirvientes de las formas más groseras de brutalidad y explotación. La única degradación que les ahorraron fue la esclavitud perpetua y la de sus descendientes, destino que a la larga recayó en los descendientes de africanos

De vez en cuando, algún académico sostiene que los sirvientes contratados escaparon a ese destino y los africanos no porque los europeos no iban a llegar a tanto en la opresión de personas de su propio color. En realidad, esos académicos creen en ese folclore solamente mientras flotan en el mundo crepuscular de la ideología racial, un mundo en el que incluso la Suprema Corte de los Estados Unidos está mentalmente desarmada. 

Una vez que se los devuelve a la honesta luz del día, se muestran más sensatos. Saben que los griegos y los romanos esclavizaron a personas de su propio color. Que los europeos mantuvieron a otros europeos en situación de esclavitud y vasallaje, y que la ley de la Inglaterra de los Tudor permitía la esclavización de los vagabundos. Saben que a los ingleses no hay brutalidad que les parezca extrema a la hora de poner de rodillas a los supuestos salvajes y a los irlandeses, que son decididamente blancos. 

Oliver Cromwell vendió sobrevivientes de la masacre de Drogheda como esclavos en Barbados, y sus agentes remataban sistemáticamente a niños irlandeses y los entregaban a plantadores de las Indias Occidentales. 

Los campos de concentración nazi se tragaban no sólo a judíos y gitanos sino a partisanos, miembros de la resistencia y comunistas, grupos que ni siquiera la Suprema Corte de los Estados Unidos encontraría fácil de definir como “raciales”

De Peterloo a Santiago de Chile, a Kwangju, en Corea del Sur, a la plaza de Tiananmen y los barrios de San Salvador, la humanidad aprende una y otra vez que el color y la nacionalidad compartidos no ponen un límite automático a la opresión. En última instancia, el único coto a la opresión es la fuerza y la eficacia de la resistencia. 

El término resistencia no solo se refiere a la lucha de cada persona o grupo de personas, en un momento determinado, una lucha contra quienes tratan de imponerse sobre ellos. También se refiere al resultado histórico de la lucha que se llevó a cabo con anterioridad, quizá con tanta anterioridad como para quedar sacralizada por la costumbre o formalizada por la ley, como por ejemplo, los derechos de un ciudadano inglés. 

Las libertades de los ciudadanos ingleses de clase baja y las libertades, un tanto más limitadas, de las mujeres inglesas de clase baja, no fueron dádivas de los miembros de la nobleza, otorgadas por solidaridad hacia seres humanos de su propia raza o nacionalidad. Más bien, surgieron como resultado de siglos de lucha diaria, abierta y encubierta, con armas y sin armas, pacífica y por la fuerza, por establecer dónde estaban los límites. Los escrúpulos morales acerca de lo que sí o no estaba permitido hacerle a las clases bajas no eran más que los debería y los no debería derivados de esa experiencia histórica colectiva, ritualizados como normas de comportamiento o sistematizados como ley común, pero siempre sujetos a nuevas negociaciones y disputas1

Cada nueva ampliación de las libertades que las clases bajas consideraron derecho propio se presentó como resultado provisorio del último round en una contienda de boxeo permanente y siempre estableció la categoría de peso de los contrincantes para el round siguiente.

En el round que tuvo lugar en los primeros años de la Virginia colonial, los sirvientes perdieron muchas concesiones hechas en pos de su dignidad, bienestar y comodidades que habían logrado sus pares en Inglaterra. Pero no todas. Degradar en masa a los sirvientes a la categoría de esclavos habría incrementado en varios niveles la lucha en curso, lo cual hubiera sido una empresa peligrosa si se tiene en cuenta que los sirvientes estaban bien armados, superaban en número a sus amos y los indios hubieran podido sacar mucho provecho de la inevitable contienda entre sus enemigos. 

Más aún, la esclavización de los inmigrantes que ya habían llegado, una vez que se hubieran tenido noticias de ello en Inglaterra, habría amenazado las fuentes de la futura inmigración. 

Hasta el especulador más codicioso y corto de miras podía prever el desastre al que llevaría cualquier política de ese estilo. Dada la forma en que morían los virginianos (la vida era muy corta) la vida laboral de la mayoría de los esclavos habría llegado probablemente a un período de menos de siete años (quince mil inmigrantes entre 1625 y 1640 aumentaron la población solamente de unos mil trecientos a siete mil u ocho mil). Además, la expectativa de obtener niños que pudieran esclavizarse en el futuro –expectativa incierta si se tiene en cuenta el número reducido de mujeres que llegaron durante los años de auge- no podría compensar la pérdida certera de inmigrantes adultos en el presente. Algunas de esas consideraciones sirvieron de argumento contra el empleo a gran escala de descendientes de africanos como esclavos de por vida; no así otras

De más está decir que la publicidad adversa no amenazaba ni las fuentes de inmigración forzada ni las de inmigración voluntaria. Pero hay algo todavía más importante: los africanos y los afroantillanos no habían participado en la larga historia de negociación y contienda en la que las clases bajas inglesas habían resuelto su relación con sus superiores sociales

Por consiguiente, las leyes y costumbres que plasmaban esa historia no se aplicaban a ellos. En otras palabras, cuando los sirvientes ingleses entraron en la red de Virginia, no lo hicieron solos. Al contrario, entraron junto con las generaciones que los habían precedido en la lucha; y los resultados de esas luchas anteriores establecieron los términos y condiciones de la última. 

En cambio, los africanos y los afroantillanos entraron en la red solos. Sus antepasados habían luchado en un escenario diferente que no tenía ninguna influencia sobre este. Cualquier concesión que pudieran obtener, tenían que conseguirla desde la base, en un combate desigual, a un océano de distancia de las personas a las que podrían haber recurrido en busca de apoyo. 

Por lo tanto, los africanos y los afroantillanos eran mucho más aptos para la esclavitud perpetua que los sirvientes ingleses

Por cierto, los virginianos podían comprarlos ya esclavizados y con experiencia; y así lo hicieron durante los primeros años del tráfico de esclavos. Fue solo mucho más tarde que todo eso se convirtió en una cuestión de “raza”, como la llamamos hoy. 

Ciertamente, llevó bastante tiempo que esa institución se sistematizara como esclavitud. Aunque habían ido llegando esclavos africanos o descendientes de africanos desde 1619 en adelante, la ley no reconoció formalmente la esclavitud de por vida ni estigmatizó sistemáticamente a los sirvientes de ascendencia africana hasta 1661; solamente ahí ordenó que se les diera un trato diferente. 

Por cierto, entre 1619 y 1661, los esclavos africanos gozaban de derechos que, en el siglo XIX, ni siquiera los negros libres podían reclamar.

 Es sencillo: lo que decidió la cuestión fue un tema de practicidad

Hasta que la esclavitud se tornó sistemática, no hubo necesidad de un código de esclavitud sistemático.

 Y la esclavitud no podía tornarse sistemática mientras un esclavo africano de por vida costara el doble que un sirviente inglés por un término de cinco años y tuviera más probabilidades de morirse antes de cinco años.

 Esa aritmética macabra cambió solamente en la década de 1660. Para ese entonces, también habían cambiado otras cosas. Había caído el precio del tabaco y también el número de sirvientes ingleses que emigraban hacia los Estados Unidos

 Los afroestadounidenses empezaron a vivir el tiempo suficiente como para que valiera la pena esclavizarlos de por vida y los euroestadounidenses empezaron a vivir lo suficiente como para reclamar tanto su libertad como las retribuciones –incluso tierra–, a las que tenían derecho al finalizar su período de servidumbre. 

Eso último provocó contramedidas por parte de aquéllos cuyas fortunas dependían del trabajo de los sirvientes. Una de esas contramedidas fue inventar excusas para extender el período de servidumbre, medida que la Asamblea de Virginia puso en marcha durante las décadas de 1650, 60 y 70. 

Otra, fue adueñarse de toda la tierra disponible en zona costera, de modo que los sirvientes libres se vieran obligados a arrendar la tierra a los terratenientes (y de ese modo continuar trabajando para el enriquecimiento de los dueños de la tierra) o a radicarse en las zonas fronterizas, alejadas del transporte de agua y expuestas a las represalias de los indios que, como es de entender, resentían esa nueva usurpación de los extranjeros que ya los habían expulsado de las costas. 

Para la década de 1670, los dirigentes de Virginia se encontraban ante a un problema potencialmente grave: una vasta clase de jóvenes (blancos) libres, sin tierra, solteros, desconformes… y bien armados.  Sin lugar a dudas, el conflicto llegó en el momento justo. 

En 1676, precisamente un grupo de esa clase de jóvenes libres, a quienes también se les unieron sirvientes y esclavos, lanzó la mayor rebelión popular de las colonias en los Estados Unidos: saquearon laspropiedades de los adinerados, incendiaron la capital y obligaron al gobernador y sus amigotes a recluirse temporalmente en la costa Este de Virginia. 

La rebelión terminó abruptamente, sin lograr –y si vamos al caso, ni siquiera intentar o proponer– ningún cambio en el sistema prevaleciente de poder y autoridad. Lo que logró conseguir fue generar sospechas y temor hacia la clase baja blanca, cada vez más numerosa en la mente de los ricos y poderosos. Fue una situación afortunada –para algunos, por lo menos-- la que hizo que los africanos y afroantillanos estuvieran aptos para el trabajo de las plantaciones en el momento histórico en el que empezó a ser práctico comprar esclavos de por vida y que, al mismo tiempo, se hiciera difícil y peligroso seguir usando a los europeos como fuente principal de trabajo de plantación.

 La importación de esclavos africanos en números cada vez mayores hizo posible mantener un equipo de trabajadores de plantación adecuado sin crear una carga explosiva de ingleses armados, resentidos por la forma en que se les negaban sus derechos como ingleses y con recursos materiales y políticos para hacer notar ese resentimiento.

 A la larga, los asentamientos europeos se abrieron paso hacia el interior y los hombres que habían ganado su libertad –hombres que, de todos modos, fueron disminuyendo en número a medida que se reducía la inmigración de sirvientes– lograron ocupar tierra propia. Ya que el trabajo de los esclavos de por vida reemplazó al de los sirvientes por un período determinado, el problema de mantener a los hombres libres quedó en el pasado. Tan lejos en el pasado, por cierto, que cuando apareció otra vez en la agenda de la nación la cuestión de mantener a los hombres libres, durante los años de la Guerra Civil, el antiguo precedente de las retribuciones a los hombres libres había quedado prácticamente en el olvido. Cuando Abraham Lincoln y sus contemporáneos hablaron de emancipación con compensación, no creyeron necesario especificar compensación para quién. Nadie habló de retribuciones a los hombres libres: solo se habló de la estupidez de otorgar a los negros un obsequio inmerecido.ghh

La existencia del concepto de raza como ideología coherente no surgió en simultáneo con la esclavitud, sino que llevó todavía más tiempo que se convirtiera en sistemática. 

Hay una idea frecuente que pocos se detienen a examinar: la idea que es más fácil oprimir a las personas cuando se las percibe como inferiores por naturaleza. La visión opuesta es más acertada. Es más fácil percibir a las personas como inferiores por naturaleza cuando ya se las ve como oprimidas.

Los africanos y sus descendientes habrán sido, a los ojos de los ingleses, paganos en cuanto a la religión, excéntricos en cuanto a la nacionalidad y extraños en apariencia. Pero eso no llevó a una ideología de inferioridad racial hasta que se agregó al cóctel otro ingrediente histórico: la incorporación de los africanos y sus descendientes en una política y una sociedad en la que carecían de derechos que otros no solo daban por hecho, sino que además reclamaban como una ley natural obvia. 

 Todas las sociedades humanas suponen, ya sea tácita o abiertamente, que su organización social está dispuesta por la “naturaleza”. O dicho de otro modo, parte de lo que los seres humanos entienden por la palabra “naturaleza” es la sensación de inevitabilidad que gradualmente se va ligando a una rutina social repetitiva y predecible: “una costumbre tan inmemorial, que adopta la apariencia de la naturaleza”, como escribió Nathaniel Hawthorne

La nobleza feudal de principios de la Edad Media estaba formada por personas que eran más poderosas que sus compañeros gracias a la posesión de armas o propiedades, o ambas cosas. En esa época, nadie ni siquiera ellos mismos los consideraba superiores por su sangre o nacimiento; por cierto, eso habría sido herético. Pero, con el tiempo, la costumbre que tenían los nobles de dar órdenes a otros, enraizada en la rutina diaria y transmitida a herederos y descendientes, llevó a la convicción de que la nobleza era superior por naturaleza y regía por derecho sobre seres innatamente inferiores. Para fines del siglo XV, lo que habría sido una herejía en épocas anteriores se había convertido prácticamente en un artículo de fe.

Los campesinos no cayeron bajo el dominio de la nobleza debido a que se los percibía como innatamente inferiores. Por el contrario, llegó a percibírselos como innatamente inferiores debido a que habían caído bajo el dominio de la nobleza. 

A veces, los hechos de la naturaleza engendrados por las necesidades de la ideología adquieren un poder mayor sobre la mente de las personas que los hechos de la naturaleza engendrados por la naturaleza misma. Algunos nobles de la Rusia zarista creían sinceramente que, si bien sus huesos eran blancos, los huesos de los siervos eran negros; y, dada la violencia que prevalecía en esos tiempos, es de suponer que los nobles tenían numerosas ocasiones de observar de primera mano los huesos de los siervos. 

  Es tal el peso de las cosas que se aseveran desde lo ideológico que no existe grado de observación experimental que pueda refutarlas. Pero, como la Rusia zarista no tenía una noción de igualdad absoluta que se apoyara en la ley natural, no necesitaba una versión tan radical ni tan consistente de desigualdad absoluta y apoyada en la ley natural como la que se desarrolló en los Estados Unidos tras la Revolución.

 Cuando existen leyes obvias de la naturaleza que garantizan la libertad, solo leyes igualmente obvias de naturaleza igualmente obvia pueden justificar negarla

Es posible observar a los estadounidenses del período colonial en el acto de preparar el terreno para la noción de raza sin conocimiento previo de lo que iba a surgir sobre las bases que ellos estaban creando

Una ley aprobada en la colonia de Maryland en 1664 estableció la categoría legal de esclavo de por vida, y experimentó con asignar la condición de esclavo como herencia paterna (es decir, heredada de la condición de esclavo por parte del padre).El experimento se abandonó pronto. La paternidad siempre es ambigua: la maternidad no lo es. 

A la larga, los dueños de esclavos reconocieron la ventaja de una norma de descendencia diferente que no fuera ambigua, una norma que garantizara para los dueños toda la descendencia de las esclavas, independientemente de quién fuera el padre. Así no perderían a los hijos de padres esclavos con mujeres libres. De todos modos, el propósito del experimento es claro: evitar la merma en los derechos de propiedad si los hijos de mujeres blancas libres y hombres esclavos tuvieran derecho a la libertad. 

Los términos del preámbulo de la ley dejan claro que el punto en cuestión todavía no era la raza: “Y en cuanto a diversas mujeres inglesas nacidas en libertad, que olvidadas de su Condición de libres y para desgracia de nuestra Nación se casaren con esclavos Negros por lo que también pudieren surgir diversos litigios con respecto a la cuestión de semejantes mujeres y el gran daño que recayere en los amos de tales negros…”.  Había “mujeres inglesas nacidas en libertad” – no mujeres blancas– que olvidaban su condición de libres y deshonraban a su nación… Todavía no se hablaba de que olvidaban su color y deshonraran a su raza. De ese olvido y esa deshonra surgían “diversos litigios” y un “gran daño” para los dueños de esclavos. La raza no explica esa ley. Más bien, la ley muestra a los historiadores a la sociedad en el acto de inventar la raza.

 Fueron necesidades prácticas –la necesidad de esclarecer los derechos de propiedad de los dueños de esclavos y la necesidad de desalentar la confraternización entre libres y esclavos– las que exigieron la promulgación de la ley. Y una vez que esas necesidades prácticas se ritualizan con bastante frecuencia, ya sea por el cumplimiento de las imposiciones o el castigo a la actitud de incumplimiento, éstas adquieren un fundamento ideológico que explica a quienes participan del ritual la razón por la cual hacerlo es a la vez automático y natural.

Durante el auge del imperio algodonero del siglo XIX, la esclavitud siguió desempeñando el servicio que había iniciado en la época colonial: el de limitar la necesidad de los ciudadanos libres (es decir de los blancos) de explotarse mutuamente de forma directa y de ese modo identificar la explotación de clase con la explotación racial. P

ero hizo mucho más que eso. La preponderancia del sistema esclavista de las plantaciones en la sociedad sureña preservó el espacio social dentro del cual la burguesía blanca –es decir, los pequeños granjeros y artesanos que comprendían unas tres cuartas partes de las familias blancas en el sur esclavista inmediatamente anterior a la Guerra Civil– podía gozar de independencia económica y una buena medida de autonomía local, al margen del entorno de la sociedad de mercado capitalista. 

De ese modo, la esclavitud permitió y necesitó que la mayoría blanca desarrollase su propia forma particular de ideología racial.

 Las dos terceras partes de la población en el Viejo Sur estaban formadas por personas libres y blancas. La mayoría no tenía esclavos, y los que sí los tenían, no los utilizaban para cultivos comerciales como el algodón y el tabaco, sino principalmente para cazar, pescar, en actividades agrícolas en general y tareas hogareñas. Vivían en zonas agrestes, en áreas demasiado montañosas, rocosas, arenosas, infértiles, frías o alejadas de fuentes de agua navegable: zonas que no interesaban a los plantadores. De hecho, muchos de ellos habían visto expulsar a sus padres o a sus abuelos de tierras mejores a medida que se extendían hacia el oeste las plantaciones que se llevaban adelante con trabajo esclavo.

 Por interés, los plantadores dueños de esclavos no querían antagonizar con quienes no poseían esclavos, refugiados en zonas agrestes (ya que los pequeños granjeros los superaban en número y, por lo tanto, también en potenciales votos); tampoco querían interferir en sus comunidades locales. 

El surgimiento de escuelas, caminos, ferrocarriles y otras mejoras en la zona agreste, habría exigido el pago de impuestos por parte de los plantadores, cosa que querían evitar en todo lo posible. 

Por su parte, los pequeños granjeros eran celosos de su independencia local y su autonomía. No querían que el Estado los obligara a mandar a sus hijos a la escuela y muchos desconfiaban de los ferrocarriles, que venían acompañados de especuladores en el comercio de tierras, piratas y locomotoras que podían incendiar los campos y atropellar a los niños y al ganado.

 Dentro de sus comunidades locales, los blancos carentes de esclavos desarrollaron una forma de vida tan distinta de la de los plantadores dueños de esclavos como de la de los granjeros de los estados norteños donde ya prevalecía la agricultura capitalista. 

Solo cultivaban productos comerciales (o sea algodón o tabaco, puesto que el arroz y el azúcar eran principalmente cultivos de plantación con esclavos) suficientes para el uso doméstico o para pagar las pocas compras que requerían de efectivo. Por lo demás, se dedicaban principalmente a los cultivos alimenticios –granos, papas, verduras– y a la ganadería.

Una costumbre ya desaparecida hacía mucho tiempo en los estados norteños, permitía que cualquiera hiciese pastar a su ganado o que cazara y pescara en cualquier tierra que no estuviese alambrada, ya fuese pública o privada. De ese modo, hasta las personas que tenían poco o nada de tierra podían dedicarse a la ganadería. 

 Los granjeros carentes de esclavos comercializaban sus productos a nivel local, no nacional ni internacional, y por lo general, esa comercialización estaba basada en el trueque o en el “intercambio de trabajo” (“Intercambio de trabajo” significaba, por ejemplo, que alguien podría repararle el techo del granero a su vecino a cambio de que su vecino le pusiera una rueda nueva a su carreta o le hiciera un par de botas). Los almacenes locales vendían principalmente mercaderías que no producía la comunidad – por ejemplo, armas de fuego y municiones, melaza y clavos– ya que la comunidad era ampliamente autosuficiente en cuanto a alimentos, mobiliario, calzado y vestimenta.

 En casi todos los hogares había una rueca con la cual se podía transformar en hilo el algodón cultivado y casero para la confección de las prendas familiares. Había un entramado de endeudamiento que mantenía a la comunidad integrada a la vez que generaba disputas y litigios: todo el mundo le debía algo a alguien. El almacén local ni siquiera cobraba intereses, no hasta que la deuda ya llevaba más de un año. La ley reconocía las normas de justicia básica que predominaban entre las comunidades de quienes no poseían esclavos. La mayoría de los estados del Sur Profundo tenían una ley conocida como “exención de propiedad”. 

Aunque el jefe de hogar quebrara, sus acreedores no podían embargarle su vivienda ni sus muebles ni su tierra, lo cual alcanzaba para que pudiera onservar su independencia social y económica. 

Había una fuerte creencia en el valor social de la independencia que llevaba a los granjeros carentes de esclavos a sentir el mismo desprecio que los plantadores tanto por los trabajadores asalariados del Norte como por los esclavos del Sur; también produjo en ellos un instinto igualitario que jamás aceptaba elegantemente el derecho de ningún aristócrata blanco a regir sobre otros blancos… Derecho que los plantadores nunca ponían en duda con respecto a las clases bajas de cualquier otro color. Por lo tanto, la ideología racial de la burguesía jamás podría reproducir la de los plantadores. En cambio, surgió como consecuencia de las transacciones prácticas de todos los días en la vida de los campesinos. 

Quizás este sea un buen momento para decir en pocas palabras lo que es y lo que no es la ideología; porque sin una comprensión profunda de lo que es y lo que hace la ideología, de cómo surge y cómo se sostiene, no puede haber comprensión histórica genuina del concepto de raza. 

La mejor manera de definir el concepto de ideología es entenderla como el vocabulario de la vida cotidiana, a través del cual las personas comprenden medianamente la realidad social en la que viven y que construyen día a día. 

Es el lenguaje de la conciencia adecuado al modo particular en el que los seres humanos se relacionan con otros seres humanos. Es la interpretación de las relaciones sociales a través de las cuales esos seres humanos crean y recrean su ser colectivo en todas las variantes que pueda asumir: familia, clan, tribu, nación, clase, partido, empresa comercial, iglesia, ejército, club, y otras. Como tales, las ideologías no son ilusorias sino reales, tan reales como las relaciones sociales que sostienen. 

Las ideologías son reales pero eso no significa que sean científicamente acertadas, ni que proporcionen un análisis de las relaciones sociales que pudiera parecer lógico a cualquiera aunque no tenga una participación ritual en esas relaciones.

 Algunas sociedades (incluida la Nueva Inglaterra colonial) explicaron las relaciones problemáticas entre personas como si fueran el resultado de actos de brujería o posesiones diabólicas. La explicación es lógica para aquéllos cuya vida cotidiana produce y reproduce la brujería, y no hay cantidad de “evidencia” racional que pueda refutarla. 

En una sociedad de esas características, la brujería es un hecho natural tan obvio como la raza para Richard Cohen del Washington Post.

Sin embargo, para alguien que lo ve desde fuera, explicar un aborto espontáneo, la pérdida de una cosecha, una enfermedad repentina o la muerte invocando a la brujería sería absurdo, del mismo modo en que explicar la esclavitud invocando a la raza seguramente parecerá absurdo para cualquiera que no reproduzca ritualmente la raza en la vida cotidiana como hacen los estadounidenses. 

Las ideologías no necesitan ser plausibles, mucho menos persuasivas, para quienes son ajenos a la comunidad. Funcionan cuando ayudan a quienes están dentro de ella a encontrar sentido lógico en las cosas que hacen y ven a diario (y que son repetitivas y rituales). 

La ideología es todo eso. Ahora veamos lo que no es.

 No es una entidad material, un objeto de ninguna clase, que pueda pasarse a otro como un atuendo viejo, contagiarse como un germen, propagarse como un rumor o imponerse como un código de vestimenta o de etiqueta. Tampoco es un conjunto de creencias desconectadas –el término preferido por los científicos sociales y los historiadores fascinados con ellos es “actitudes”– que uno pueda extraer de su contexto y medir por medio de investigaciones basadas en encuestas, actuales o retrospectivas. (Va a llegar un día en que la cosificación de la conducta y el comportamiento en términos de “actitudes” nos va a parecer algo tan curioso y arcaico como nos parece hoy en día su cosificación en “humores” corporales: flemático, colérico, melancólico, sanguíneo). Tampoco es un monstruo al estilo Frankenstein, que cobra vida propia.

 Ideología no es lo mismo que propaganda. 

El que dijo: “La ideología antiesclavista se infiltró en las barracas de los esclavos a través de periódicos abolicionistas ilícitos”, estaría hablando más bien de propaganda, no de ideología. 

La ideología antiesclavista de los esclavos no pudo haberles llegado de contrabando en periódicos foráneos. 

Las personas deducen y verifican su ideología en la vida diaria. La ideología antiesclavista de los esclavos tuvo que surgir de sus propias vidas en la esclavitud y de sus relaciones cotidianas con los dueños de esclavos y otros miembros de la sociedad esclavista.

 Frederick Douglas no estaba postulando una paradoja, sino diciendo la pura verdad cuando dijo que el primer discurso antiesclavista que escuchó le llegó de su amo cuando le explicaba a su ama por qué no había que enseñar a leer a los esclavos. 

Del mismo modo, los esclavos que, con el primer disparo de la Guerra Civil –o incluso antes, con la elección de Lincoln–, decidieron que la emancipación estaba por fin en la agenda de la nación, no lo hicieron en respuesta a la propaganda norteña (que, por cierto, no prometía nada por el estilo en ese momento). Fue su experiencia con los dueños de esclavos, y en igual medida la ecuación histérica que hacían los dueños de esclavos del Partido Republicano y la abolición lo que llevó a los esclavos a ver a Lincoln como el emancipador antes de que él se viera a sí

 La religión de los esclavos surgió de la misma manera. En un pasaje astuto y elocuente, Donald G. Mathews diagnostica el error de suponer que a los esclavos se les habría transmitido o se les habría podido transmitir una versión “correcta” del Cristianismo por medio de un agente externo. Mathews afirma, con acierto, que llevar adelante un argumento de ese estilo presupone que el esclavo podría “desprenderse de su esclavización, de sus ancestros, su manera tradicional de ver el mundo y su sentido de identidad personal para pensar lo que el opresor pensaba con respecto a él… La descripción de un comportamiento en el cual se espera que el esclavo permanezca con una actitud pasiva mientras recibe un conjunto diverso de ideas y actitudes que se hallan por fuera de las condiciones sociales y culturales pone de manifiesto uno de los supuestos más erróneos y maliciosos cometidos por los investigadores”. 

 Fue hecho de que los esclavos actuaran según esa visión anticipada lo que obligó a Lincoln a convertirse en emancipador. 


Ideología, propaganda y dogma

 Insistir en que ideología y propaganda no sean lo mismo no presupone que no estén relacionadas. El propagandista más exitoso es el que tiene un entendimiento profundo de la ideología de aquellos que quiere influenciar con su propaganda.

Cuando los propagandistas pro-secesión anteriores a la Guerra Civil enfatizaban el peligro que suponía que los norteños pudieran violentar el derecho a la autodeterminación de los sureños, enfatizaban un tópico que resonaba tanto en el mundo de los plantadores como en el de los que no tenían esclavos a pesar de que los dos mundos fueran tan distintos como el día y la noche. “Nunca seremos esclavos” era una buena propaganda secesionista. 

“Nunca dejaremos que tomen nuestros esclavos” hubiera sido una propaganda pobre y los secesionistas lo sabían, tal como la actual “Iniciativa de Defensa Estratégica” publicita bien al programa de armas mientras que la “Iniciativa de Ofensiva Estratégica” o “Iniciativa de Golpear Primero” no lo haría. 

Tampoco ideología es lo mismo que doctrina o dogma. 

La doctrina proesclavista bien podría sostener, por ejemplo, que la palabra de cualquier blanco debe prevalecer sobre la de cualquier negro. Pero la realidad conflictiva de los negocios del plantador tendía a hacerle entender que, en ciertas situaciones, era necesario aceptar la palabra del esclavo por sobre la del capataz.

 Después de todo, los capataces iban y venían pero los esclavos permanecían, y el objetivo era producir algodón, azúcar, arroz o tabaco, y no supremacía blanca. 

Hasta la más perfecta subordinación de los esclavos al capataz hubiera sido desastrosa para el plantador si venía aparejada de una producción escasa.  Así, la ideología del plantador – es decir, el vocabulario de las acciones cotidianas y la experiencia – debía dejar lugar para la disputa y la lucha (quizás envuelta en un lenguaje racista o paternalista), aunque la doctrina especificara una jerarquía eterna. 

La doctrina y el dogma pueden imponerse y eso se hace con frecuencia: se puede excomulgar de la iglesia a los disidentes o expulsarlos de un partido. Pero la ideología es un destilado de la experiencia. Donde falta la experiencia, también falta la ideología, falta que solo la experiencia puede modelar. Los plantadores del Viejo Sur podrían haber impuesto su concepción del mundo sobre los blancos no esclavistas únicamente si hubieran podido transformar esas vidas y las de los esclavos en réplicas de las propias. 

Una ideología debe crearse y verificarse constantemente en la vida social; de lo contrario, muere, aunque parezca estar encarnada en un formato que pueda transmitirse de arriba hacia abajo.

 Muchos cristianos consideran todavía que arrodillarse con las manos entrelazadas es la postura apropiada para rezar pero pocos saben por qué; y los pocos que lo saben no podrían, aunque quisieran, significar con ella lo mismo que aquellos para quienes esa postura era parte de una ideología todavía real en la vida social cotidiana. 

Las relaciones sociales que alguna vez dieron sentido explícito a ese gesto ritual de subordinación de un vasallo frente a su señor están ahora extintas y, por lo tanto, también lo está el vocabulario en el que vivieron alguna vez esas relaciones sociales, incluyendo la postura del rezo. Esa línea de argumentación hace surgir la pregunta sobre cómo la comprensión de la realidad de un grupo, su ideología, parece prevalecer sobre otras en lo que respecta al poder político efectivo. 

  Algunos imaginan que la ideología se puede traspasar bajo la forma de la ley. Si así fuera, entonces la ley podría prescindir de cortes, abogados, jueces y jurados. pregunta. 

La respuesta más obvia, la fuerza, no es respuesta. En última instancia, la fuerza nunca alcanza, especialmente si se considera que la sumisión rara vez es un fin en sí mismo. 

Si los esclavistas hubiesen producido supremacía blanca sin producir algodón, su clase hubiera perecido en un plazo muy corto. 

Un colonialista no sólo quiere que los nativos reverencien y obedezcan a su nuevo soberano. Además, los nativos deben cultivar alimentos, pagar impuestos, trabajar en minas y haciendas, proveer conscriptos para el ejército y ayudar a contener la avanzada de poderes rivales. 

Para que esas actividades se sostengan, los nativos no solo deben someterse, deben cooperar. E incluso en los pocos casos en los que la sumisión es un fin en sí mismo, la fuerza nunca es suficiente. Esclavistas, colonialistas, guardias de prisión y la policía del Shah, todos han tenido la ocasión de descubrir que, cuando no queda nada más que la fuerza, no queda nada, punto. 

El dominio de cualquier grupo, el poder de cualquier estado, descansa en la fuerza como último recurso. Cualquiera que lo analice mínimamente llegará a esa conclusión: en eso estarían de acuerdo pensadores tan diferentes en otros aspectos como Weber, Marx, Macchiavello y Madison. 

El dominio siempre descansa en la fuerza. Pero un grupo dominante o un estado que se sostiene en la fuerza como primer recurso está en permanente estado de sitio, rebelión, guerra o revolución. No cabe suponer que un grupo poderoso captura las mentes y los corazones de uno menos poderoso y los induce a 'internalizar' la ideología dominante (para tomar prestado el espurio verbo adjetivado detrás del cual se agazapa con frecuencia esa burda evasiva). Suponer tal cosa es imaginar que la ideología se hereda como un viejo vestido, se contagia como un germen, se esparce como un rumor o se impone como un código de etiqueta. Eso presupondría que cualquier experiencia de las relaciones sociales es transmisible de esa forma, lo cual es imposible.

Y sin embargo, el poder se vuelve autoridad de alguna forma.

Una luz roja o la palma alzada de un policía de tránsito hacen que la gente se detenga (al menos en lugares donde la gente tiende a obedecerles) no por el ejercicio del poder –ni una luz ni una mano pueden detener un vehículo en movimiento– sino por el ejercicio de la autoridad 

¿Por qué? Seguramente no porque todos comparten una creencia o una “actitud” respecto de la santidad de la ley o porque comparten la misma concepción de los derechos del ciudadano. 

Muchos ciudadanos que se detendrían sin dudarlo frente a una luz roja, incluso en una intersección desierta a las 2:00 a.m., calcularían minuciosamente la relación costo-beneficio en el momento de romper las leyes contra la polución ambiental, traficar información sobre valores financieros o no reportar sus ingresos al Departamento de Tesorería, y luego obedecerían o violarían la ley según el resultado del cálculo. 

No es una creencia o actitud abstracta lo que lleva a la gente a detenerse frente a una luz roja. En verdad, la gente descubre las ventajas de poder dar por sentado lo que todos los demás harán en una intersección transitada. O, para ser más exactos, se los ha educado en una sociedad que constantemente ritualiza ese descubrimiento – haciendo que las personas se detengan una y otra vez frente a las luces rojas – sin que cada uno deba hacer el cálculo ad hoc en cada intersección.

 Ambas partes son necesarias: la ventaja demostrable que da a todos que todos se detengan, y la constante reactualización de la conducta apropiada, reactualización que desplaza todo desde el ámbito del cálculo hacia el de la rutina. 

La repetición ritual de conductas sociales apropiadas hace a la continuidad de la ideología, no el 'traspaso' de las 'actitudes' apropiadas. Allí también está la clave de la razón por la cual los seres humanos parecen desprenderse bruscamente de una ideología a la que parecían adscribir. La ideología no es una colección de actitudes que se puedan 'tener' o descartar como un resfriado. Los seres humanos viven en sociedades humanas que se negocian en un cierto terreno social cuyo mapa se mantiene vivo en sus mentes gracias a la repetición ritual y colectiva de actividades que deben llevar adelante para negociar en ese terreno

Si el terreno cambia, también deben hacerlo las actividades y, por lo tanto, el mapa.

 Imaginen un paisaje físico: árboles por aquí, un río allá, montañas, valles, pantanos, desiertos y así sucesivamente. Imaginen que alguien observa desde la altura de un satélite terrestre y que, por algún motivo, puede seguir los senderos que recorren los humanos sobre el terreno pero no ver los detalles del paisaje. Este observador ve personas que atraviesan túneles, escalan, trotan hacia la derecha o la izquierda, nadan o incluso desaparecen sin más en arenas movedizas.

Con un mínimo entrenamiento en la tradición historiográfica estadounidense, ese observador podría llegar a la conclusión de que esas personas, que viven en determinada parte del paisaje, presentan “actitudes” que los impulsan a realizar determinados movimientos, mientras que las personas de otro sector tienen “actitudes” que los llevan a realizar otros, asumiendo además que todas estas “actitudes” tienen “vida propia.” 

Con un mínimo de sabiduría, se daría cuenta de que la clave para entender los movimientos de cada grupo está en el análisis del terreno. Allí también está la clave para entender cómo un grupo adquiere autoridad, impone orden o alcanza la hegemonía. 

Ejercer el poder significa ser capaz de moldear el terreno. Supongamos que el grupo dominante quiere que todos los habitantes se muevan hacia el este, así que comienza a incendiar los bosques en el oeste. Misión cumplida: todos se mueve al este ¿Lo hacen porque comparten una convicción –una “actitud”– que glorifica las virtudes de los movimientos hacia el Este? No necesariamente. Lo único que necesitan el orden, la autoridad o la hegemonía para lograr su objetivo es que el interés de las masas en no quemarse vivas se intersecte con el interés del grupo dominante en que todos se muevan hacia el Este. 

Si, como consecuencia, los movimientos hacia el Este pasan a formar parte de la rutina por la que las masas organizan sus vidas independientemente del grupo dominante, de manera tal que esos movimientos se incorporan a la rutina social, pronto surgirá un discurso que explique a las masas el significado del movimiento hacia el Este

Esa explicación será no un análisis sino una descripción. Y ese discurso no puede ni debe ser un duplicado del que sostiene el grupo dominante.

 La ideología racial proveyó el medio para explicar la existencia de la esclavitud a personas cuyo terreno era una república fundada en doctrinas radicales de libertad e igualdad de derechos, y, lo cual es todavía más importante, una república cuyas doctrinas parecían representar con precisión un mundo en el que vivían todos excepto una minoría. 

Solo cuando la negación de la libertad se tornó una anomalía evidente incluso para el menos observador y reflexivo de los miembros de la sociedad euroestadounidense, la ideología explicó la anomalía.

 Pero la esclavitud se mantuvo por cientos de años sin haber tenido a la raza como base de su racionalidad ideológica. 

La razón es simple. La raza explicaba por qué se podía negar a algunas personas lo que otras daban por sentado: específicamente, la libertad, un supuesto regalo autoevidente y natural de Dios

Pero el asunto es que no hubo nada que explicar hasta que la mayoría de las personas pudiera dar por sentado a la libertad, cosa que, en la época colonial, no podían hacer ni los sirvientes contratados ni los libertos sin voto. 

No hacía falta ninguna explicación radical en una sociedad en la que todos mantenían alguna relación heredada de subordinación hacia otra persona: el sirviente al patrón, el siervo al noble, el vasallo al señor, el señor al rey, y el rey al Rey de Reyes y Señor de Señores. 

Por eso, no eran los afro-estadounidenses los que necesitaban una explicación racional; ellos no se inventaron a sí mismos como raza. Los euro-estadounidenses resolvieron la contradicción entre esclavitud y libertad definiendo a los afro-estadounidenses como raza; los afro-estadounidenses resolvieron la contradicción más directamente y abogaron por la abolición de la esclavitud. 

A partir de la era de las Revoluciones estadounidense, francesa y haitiana, reclamaron la libertad como derecho natural. No originaron la vasta literatura del siglo XIX que apuntaba a demostrar su inferioridad biológica y tampoco la aceptaron. El vocabulario puede ser muy engañoso. 

Tanto los estadounidenses descendientes de africanos como los euroestadounidenses usaban las palabras que hoy denotan raza pero no las comprendían de la misma forma. Los afro-estadounidenses entendían que la razón por la que los blancos los esclavizaban era, como lo dijo Frederick Douglass, “no el color sino el crimen.” 

A diferencia de los académicos actuales, no les preocupaba el uso de vocabulario racial para expresar su sentido de nacionalidad. Los soldados afro-estadounidenses que reclamaban en nombre de “Esta pobre nación de color” y de “nosotros, Pobre Nación de una raza de Color” no veían nada incongruente en el lenguaje.

La ideología racial en su forma radicalizada típicamente estadounidense es esperable en una sociedad en la que la esclavitud se yergue como excepción a una libertad definida radicalmente, y tan naturalizada como lugar común que no se necesita un enorme esfuerzo de imaginación para darla por sentado. Es la ideología propia de una sociedad “libre” en la que los descendientes esclavizados de los africanos son una excepción anómala. No hay ninguna paradoja: es de perfecto sentido común. De hecho, me atrevo a ir más lejos. En los albores de la Revolución estadounidense, la ideología racial cobró mayor importancia entre la burguesía libre de los estados del Norte, donde tanto la esclavitud como la presencia de afro-estadounidenses se estaban volviendo cada vez más excepcionales.

 El paroxismo de violencia racial que sacudió al Sur durante los años subsiguientes a la emancipación representa la nacionalización de la raza, una ideología que describía mucho mejor a los burgueses del Norte que a los esclavos del Sur. Para aquellos que vivían en la sociedad esclavista sureña durante su consolidación, la ideología racial radicalizada típicamente estadounidense no podía dar cuenta del panorama social con precisión. Allí la esclavitud no era la excepción minoritaria, sino el principio central de organización de la sociedad, y adjudicaba un espacio social determinado no solo a amos y esclavos sino también a la población negra libre y a la mayoría blanca que no tenía esclavos.

 La inequidad no era un mal necesario solo tolerable para con los negros primitivos, ni su necesidad se derivaba de las ciencias biológicas (en el Sur, el racismo cientificista – así como el del sexismo cientificista– llegó a su apogeo después de la esclavitud y no durante ella).

 La inequidad era un mandato de Dios, no de la ciencia, y se aplicaba no solo a las relaciones de amos y esclavos sino también a las que existían entre hombres y mujeres, y entre la elite de plantadores y la mayoría blanca que no tenía esclavos. 

La democracia y el gobierno de la mayoría no se encontraban entre las mayores aspiraciones de la clase plantadora. De hecho, los intelectuales orgánicos de la clase plantadora (que rivalizaban con Engels por la precisión con que dirigían la propaganda contra los sufrimientos de los trabajadores bajo el capitalismo industrial), se lamentaban de que los blancos pobres trabajadores de su propia sociedad no pudieran ingresar en el benevolente régimen de la esclavitud, al que llamaban por eufemismos sutiles tales como “contrato vitalicio sin restricción étnica” o “esclavitud en abstracto.” Después de todo, no hubiera dado resultado, decirle a la mayoría blanca, armada y emancipada, que ellos también estarían mejor como esclavos.

La raza hoy 


La reticencia de los intelectuales proesclavistas que no llegaban a esta conclusión pública y abiertamente sirve para explicar por qué, hasta el día de hoy, los Estados Unidos no han podido desarrollar un conservadurismo político sólido, consistente y sincero. 

El único terreno histórico que podría haber nutrido una tradición de esas características –esto es, la sociedad esclavista del Sur– se contaminó por la necesidad de satisfacer las aspiraciones democráticas de una mayoría blanca acomodada, emancipada y armada. 

Hoy en día, solamente unos pocos autodenominados políticos conservadores de los Estados Unidos se atreven a argumentar (al menos en público) que la inequidad y la subordinación hereditarias tendrían que ser el destino de la mayoría. 

Al contrario, la mayoría de los que defienden la inequidad lo hace sobre la base de un liberalismo bastardo de libre mercado, y agregan a último momento un determinismo inconsistente de tipo racial, étnico o sexual. 

Por otra parte, muchos de los que creen en la verdad y la justicia sucumben al determinismo biológico –la armadura del enemigo– cuando ven a su alrededor los desagradables signos de que el racismo sigue prosperando. Cansados de luchar, bajan los brazos y declaran que el racismo, si bien no está genéticamente programado, es una idea tan antigua y arraigada que ha cobrado “vida propia.” Así, se acercan mucho más de lo que quieren a las posiciones a las que se oponen en apariencia. Aunque ahora esté mal visto atribuir una incapacidad biológica a quienes se designa como “raza”, se acepta ampliamente la atribución de una incapacidad biológica –o su equivalente funcional– a los individuos probadamente racistas.

 En cualquier caso, los africanos y sus descendientes se transforman así en una categoría especial, apartada por la biología: en un caso, la suya propia; en el otro, la de sus perseguidores. 

Pero la raza no es biología ni una idea que la biología haya absorbido por herencia de Lamarck. Es ideología, y las ideologías no tienen vida propia. 

No se puede legarlas ni recibirlas en herencia: una doctrina, un nombre o una propiedad pueden legarse, pero no una ideología

Si la raza aún está vigente no se debe a que la hayamos heredado de nuestros antepasados del siglo XVII, ni XVIII ni XIX, sino a que la seguimos creando en la actualidad

David Brion Davis tuvo la honestidad y el coraje de sostener la perturbadora tesis de que durante la era de la Revolución estadounidense, los que se oponían a la esclavitud eran cómplices de quienes la favorecían, ya que contribuyeron a establecer la noción de raza y a explicarla. 

Debemos ser lo suficientemente valientes y sinceros, y admitir algo similar sobre nuestro propio tiempo y nuestras propias acciones.

 Los que crean y recrean la raza en la actualidad no son solo la turba que mató a un joven afro-estadounidense en una calle de Brooklyn, o los que se unen al Klan o a la Orden Blanca. 

También lo hacen los académicos cuya invocación a “actitudes” con dinámica propia y errores trágicos asigna a los africanos y sus descendientes una categoría especial que los ubica en un mundo aparte, fuera de la Historia; una forma de apartheid intelectual no menos desagradable y opresiva que las que practican los bioracistas y los teoristas, a pesar de sus trampas beatas (por no decir mojigatas), y por la cual se espera que las víctimas estén agradecidas, como se esperaba de los antiguos esclavos.

 Son los académicos “liberales” y “progresistas” cuya versión de la raza reemplaza con vocablos neutrales como diferencia y diversidad a otros como esclavitud, injusticia, opresión y explotación, y desvía así la atención de cualquier cosa que se aparte de la historia neutral que denotan esas palabras. También lo hacen la Suprema Corte y los voceros de las medidas inclusivas de acción afirmativa, que no pueden promover o siquiera definir justicia sin reafirmar el prestigio y la autoridad de la raza. 

Esa reafirmación es algo que seguirán haciendo mientras el objetivo más radicalizado de la oposición política siga siendo la redistribución del desempleo, la pobreza y la injusticia, y no su abolición. 

Entre quienes crean y re-crean la raza también se encuentra una joven que se reía por lo bajo con simpatía cuando su hijo de cuatro años, al preguntarle si su amiguito, sobre el que estaba contando una historia, era negro, respondió: “No, es marrón”

La joven se reía benévolamente por la inocencia infantil tan tempranamente corrompida. Pero en toda su benevolencia, esa risa aceleraba la corrupción de cuya inexorabilidad ella se lamentaba, porque esa risa enseñó al pequeño que su descripción empírica era tierna pero inapropiada.

Le repitió la verdad de que la descripción física sigue a la raza y no al revés y lo hizo de una manera definitiva, que los estereotipos jamás podrían conseguir. La raza renace todos los días en esos rituales pequeños, inocuos y constantemente repetidos, muchas veces, iniciados con buena fe. Tal es la tragedia y el carácter falible de la historia humana (o, dicho en otras palabras, su dialéctica). Ninguna doctrina heredada del pasado podría mantener viva a la raza si no la reinventáramos y volviéramos a ritualizar constantemente para que se ajuste a nuestro terreno. Si la raza pervive, lo hace solo porque la seguimos creando y recreando en nuestra vida social, la seguimos verificando y, por lo tanto, seguimos necesitando un vocabulario social que nos permita construir sentido no sobre lo que hicieron nuestros antepasados sino sobre lo que nosotros elegimos hacer ahora.


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