He recibido esta mañana un mensaje con una foto de mi infancia. La ha encontrado mi hija en un libro.
En la foto estoy con mis amigas, vestidas de estreno, con ropa de verano. Como se estrenaba en Navidad y en el día del Señor, la foto debió ser tomada en junio.
Ese año se llevaron las faldas de tablas, los saquitos de perlé y los vestidos camiseros.
Las reconozco a todas: La Mari, que era la más alta, estaba muy flaca y tenía unos ojos muy oscuros de mirada profunda ; la Toñi tenía las cejas negras y pobladas, lo que contrastaba con sus grandes ojos azules; la Encarnita llevaba gafas debido a un estrabismo heredado, y sus piernas eran algo más cortas que la media; la María Luisa, a quien llamábamos la Guiza, también llevaba gafas pero de pasta oscura, era pecosa y tenía el cabello liso y lustroso; la Fina era de ojos pequeños y vivos, nariz chata y boca grande con labios pulposos; la prima Herminia era muy morena y su densa melena era rizada e indomable y la prima Pili tenía la piel blanca y delicada de las niñas de la ciudad.
Las veo a todas preciosas, sin embargo, por aquel entonces, la Encarnita, la Mari y la Guiza eran consideradas feas, especialmene la Guiza, y la Toñi y la Fina bonitas; el resto, o sea, mi prima Herminia, mi prima Pili y yo eramos casi invisibles, del montón.
Yo veía muy fea a la Guiza, pero nunca me detuve a mirarla. Su fealdad era algo que no nos pertenecía, ni a ella ni a mí. Nada tenía que ver con sus rasgos ni con mi concepto de belleza, el cual no existía.
Era fea porque alguien había dicho "qué feísima es" con esa impasible crueldad con que allí se hacía honor a "la verdad".
Probablemente nosotras lo habíamos escuchado de esos adultos y lo habíamos aceptado sin discutir, ni se nos había pasado por la cabeza establecer una polémica sobre estética.
Las cosas eran así. Se recibía el testigo de la generación anterior y se tomaba sin saber siquiera que era discutible. Dentro de aquel escenario reducido, entre los niños que todavía no teníamos claros los conceptos, ya nos habíamos separado por el aspecto.
Pero esas nociones eran tan difusas que afectaban poco o nada a nuestras vidas cotidianas.
La belleza empezó a preocuparnos en otro momento. Cuando nos crecieron las tetas y nos salieron los primeros pelos en las axilas, ser guapas era sobrevivir porque un macho debía elegirnos, aunque todavía ser guapas no significaba parecerte a un modelo rígido, era algo mucho más flexible y difuso.
La belleza no era un todo, podía bastar con tener una parte bonita para ser considerada bella por completo. La Alejandra tenía los ojos almendrados y la boca de piñón pero era muy bajita y las piernas las tenía algo torcidas, esto último no afectaba a la consideración de chica bonita.
En algún momento empezaron a usar cuerpos femeninos para vender y poco a poco nos hicimos esclavas de la estética.
Fue algo muy lento, solapado y efectivo.
Primero fuimos perfectas amas de casa, limpias y amorosas; preparando la cena perfecta y planchando la ropa ideal. Luego fuimos bellas y perfumadas gracias a productos de belleza como jabones o ungüentos; esa belleza estaba supeditada a gustar al esposo o como mucho al príncipe azul, todavía no era necesario gustar a todos, aún "la femme fatale" no se había apoderado de nuestros arquetipos a seguir. Los jabones Palmolive y Lux eran las estrellas de esa belleza "just for him" en este periodo. Una preciosa Liz Taylor prestaba su rostro para hacernos ver que con ese jabón se podía ser tan guapa como ella.
Ya en los setenta la mujer de los anuncios se liberó; consumía productos masculinos, como alcohol y tabaco, mostraba el canalillo y algunas joyas para reflejar su descaro y su éxito: Fumar nos convertía en criaturas profundamente sexys, libres y elegantes, pero la libertad tenía sus limites y estos se encontraban en la distinción y el glamour.
Los anuncios de los ochenta fueron esperanzadores porque se centraban en una mujer trabajadora e independiente, capaz de conseguirse un empleo, pagarse su casa y sin miedo a acostarse con quien le gustara. La evolución parecía interesante pero algo pasó porque los noventa fueron masacradores.
La mujer se convirtió en un objeto sexual en la publicidad y comenzaron a aparecer modelos de belleza cuyo alcance debía ser un objetivo primordial. Se fueron reduciendo las ropas y exponiendo los cuerpos como objetos deseables justo cuando las mujeres eran más libres de regir sus propias vidas. Estos anuncios ya nada tenían que ver con los productos de limpieza o de belleza, eran anuncios relacionados con el éxito, entendido como poder económico, y con la mirada de los hombres. No eran estas mujeres las que usaban jabón para que cuando el marido llegase se sintiese satisfecho de su hacendosa esposa sino que eran era lo que el hombre podía obtener si compraba un coche o una loción de afeitar.
Esas mujeres semidesnudas, con cuerpos cada vez más perfectos fueron adueñándose del sentido estético de todas las mujeres y de nuestras aspiraciones Muchas eran actrices y modelos conocidas, triunfadoras y perfectas. Había que tener su color de cabello, usar su ropa, maquillarse con sus marcas y oler como ellas para llegar al podio en el que se encontraban. Algo que solo vaciaba nuestros bolsillos.
Esas mujeres nos muestran que la felicidad está relacionada con la belleza física y si no la tienes debes buscarla invirtiendo dinero y tiempo en ello.
Las niñas de hoy saben lo que es bello gracias a ese adoctrinamiento uniformado. Si no alcanzamos el ideal sentimos vergüenza y fracasamos.
Una amiga me decía hace unos días que pudo tener una aventura con un hombre que le gustaba mucho y no fue adelante porque se avergonzaba de su cuerpo: "He envejecido y he engordado", me dijo.
Es terrible eso.
Luchamos por el cuerpo de la chica del anuncio en una guerra de la que vamos a salir siempre derrotadas y cuantos más años tengamos más grande será la derrota y más dinero emplearemos para parar la inexorable catástrofe.
La publicidad vende perfección e irrealidad. Ni siquiera la chica que hace el anuncio puede competir con la del anuncio
Nosotras, que hemos leído, que nos hemos formado, que somos capaces de ver la trampa, no sabemos vivir sin el rojo de labios, sin el tacón que nos eleva un poco más sobre nuestra estatura de serie, sin el vestido que esconde un michelín o el bañador que oculta una estría, sin el depilado que cubre un pelo en la ingle o en el sobaco.
Entonces ¿Cómo podemos poner una señal de peligro para todas las niñas que ven esto?.
Las niñas captan este mensaje de perfección desde edades muy tempranas. Un mensaje que las condena a todas a la frustración y a la derrota.
Si mi percepción de la belleza había ya sido distorsionada solo con comentarios soltados al voleo por adultos, esos que condenaron a mi amiga Guiza a la fealdad; no puedo imaginar ser niña o adolescente ahora que las imágenes y mensajes son productos en los que muchas empresas se juegan ingentes cantidades de dinero.
Comentarios
Publicar un comentario